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Si acudimos al diccionario de la RAE a buscar la palabra trauma, éste comienza aclarándonos que procede del vocablo griego τραῦμα que significa herida. Nos gusta. El diccionario ofrece, además, tres definiciones:

1. m. Lesión duradera producida por un agente mecánico, generalmente externo.

2. m. Choque emocional que produce un daño duradero en el inconsciente.

3. m. Emoción o impresión negativa, fuerte y duradera.

No es de extrañar, repasando detenidamente el contenido de las definiciones, que el estudio del trauma haya sido algo que ha preferido obviarse o, como mucho, algo sobre lo que pasar rápido y lo más de puntillas posible. Es lo que se ha venido haciendo históricamente. Lo malo, mejor apartarlo, tenerlo lejos…

Hasta hace bien poco, habían sido gurús, chamanes, brujos, confesores y magos de distinto origen y condición (también inquisidores, verdugos y otros salvaguardas de la moral y el orden, por supuesto) los que se habían atrevido con ello, con eso de ocuparse de las heridas del alma. Todo ello con mejor o peor fortuna…

Parece imprescindible pues, que nos preguntemos los clínicos actuales qué tiene de peligroso el trauma psíquico y que tratemos de responder…

Iremos por partes. Primero, para ejemplificar y ver la equivalencia, veamos cómo se comporta el organismo cuando sufre un « atentado » en forma de herida, por ejemplo, en la piel: La secuencia sería algo así como: herida en la piel (1), ¡alarma/peligro! (2), riesgo de infección (3) y posibilidad de que se produzca la muerte (4) del organismo que sufrió la herida.

Ante la amenaza de aniquilación es lógico y razonable que todo el organismo ponga en marcha los mecanismos oportunos para contrarrestar los efectos de la herida. En ese sentido, nuestro cuerpo está provisto de un sistema de reparaciones que se pone automáticamente en marcha en cuanto saltan las alarmas tras esa pérdida en la integridad del tejido. Parece que el proceso de cicatrización epitelial, después de una herida, conlleva una reacción en tres fases, a saber: inflamación, proliferación y remodelación. Curiosamente, la psicoterapia del trauma también implica 3 fases: estabilización, procesamiento de los recuerdos traumáticos y reconexión. Pero a eso llegaremos un poco más adelante.

La secuencia la esquematizaremos más o menos así:

Comparativamente, cuando experimentamos un acontecimiento que produce un impacto emocional de considerable intensidad, estaremos de acuerdo en que eso, dejará alguna secuela que podemos calificar de herida. Igualmente saltarán las alarmas. ¿Por qué? ¿Cuál es el peligro? La clave para responder a esta pregunta está en el mensaje que aportan las emociones así experimentadas, de lo que advierten. El mensaje asociado a la muerte, a la aniquilación, se ve muy claro ante la vivencia de algunos acontecimientos en los que la integridad física de uno mismo o de otros seres cercanos (trauma vicario) se ve claramente comprometida, como en un accidente de coche o en un tsunami, por ejemplo.

Pero, en otros casos, no parece tan claro ese mensaje. Cuando hablamos de experiencias infantiles de negligencia parental, de carencias en el apego, de falta de sintonía emocional u otras vivencias de esta naturaleza digamos, más sutil, tan comunes en la infancia y que tanta huella dejan, ¿por qué se califican de peligrosas y hacen saltar alarmas?¿Qué mensaje de riesgo conllevan? Yo sostengo que el peligro es la desvinculación. Si el niño legitima los mensajes asociados a las alarmas que se le disparan ante la conducta de sus mayores, “no son confiables, no sintonizan con tus necesidades, no te protegen, no te quieren lo suficiente, etc.”, algo le dice que pone altamente en riesgo su relación con ellos. Y no está en condiciones de hacerlo. El niño necesita vincularse con sus figuras de apego para sobrevivir, si no lo hace, sabe que tiene menos posibilidades. De nuevo, el mensaje final es de peligro de aniquilación.

Afortunadamente, también en este caso poseemos, de fábrica, un maravilloso y sofisticado sistema de cicatrización/reparación de heridas del alma. Y también se podría explicar de forma muy sencilla dividiéndolo en tres actuaciones fundamentales: hablar de ello, pensar en ello y soñar con ello. Si podemos llevar a cabo estas tareas con nuestras figuras de cuidado, la herida cicatrizará adecuadamente y la experiencia podrá transformarse en aprendizaje, pues la narrativa resultante contendrá todo el material necesario (adecuadamente traducido) y generará las creencias apropiadas sobre uno mismo y lo que nos rodea.

El problema es que ya en la primera de estas tareas se presentan importantes dificultades. Veamos eso de “Hablar de ello”. Hablar… ¿con quién? ¿Contarlo? ¿Qué contar? ¿Cómo contarlo? ¿A quién? Imposible. Se enfadarán, se decepcionarán, me castigarán, se morirán, no me querrán, me moriré… Frecuentes estas preguntas y afirmaciones, ¿no es así? Son las que escuchamos siempre en las víctimas de sucesos traumáticos cuando consiguen hablar de ello años más tarde y nos revelan lo que sintieron y pensaron de niños. Nuevamente, una amenaza mortal… Aunque el movimiento espontáneo de toda criatura humana cuando le sucede cualquier acontecimiento impactante sería acudir llorando a ser consolado y “curado” por mamá o papá (o la figura vincular responsable), en el caso de determinadas experiencias, la amenaza de la desvinculación (y con ella, de la aniquilación), obliga al silencio. Y el niño calla y la gangrena se extiende…

Quiero detenerme unos instantes también en una de esas preguntas que me parece clave porque se extiende más allá de lo obvio, ¿qué contar? Toda experiencia conlleva cierto contenido externo que puede ser fácil de relatar porque es aquello que se ha visto. Pero hay un monto importante de contenido interno, ese que se ha percibido, sentido o notado porque suponen sensaciones corporales y emociones, que no resulta tan fácil de narrar. La dificultad estriba en que, para ello, es necesario un trabajo previo de traducción. Para el niño, es imposible organizar la experiencia interna sin la ayuda de unos referentes externos que, siendo capaces de sintonizar con esas sensaciones y emociones que está experimentando, puedan desarrollar esa tarea que supone reconocer, nombrar, legitimar y enseñar a manejar todo lo que engloban, o sea, capaces de traducir. La clave aquí está en el concepto de sintonización, la base de una respuesta contingente por parte de un cuidador y, por lo tanto, del apego seguro.

Pero, para que un cuidador pueda sintonizar con las necesidades de su bebé, ha tenido que ser, digamos, previamente “entrenado” en esta tarea y, en consecuencia, ha tenido que haber aprendido, a través de la interacción con sus mayores, a legitimar, etiquetar y regular sus propios estados de ánimo. Solo si hay una tarea previa de esta naturaleza en relación con el propio niño interior es posible hablar de sintonía y, con ella, de traducción y contingencia en la respuesta. Aquí, encontramos conceptos y tareas tan interesantes como imprescindibles, como la mentalización, asociada, irremediablemente de nuevo, a la sintonía de los cuidadores con respecto a las necesidades del infante. Poner mente a emociones y sensaciones es una tarea que depende de los otros y, en consecuencia, de su disponibilidad, receptividad, capacidad de sintonía, proximidad y responsividad. Supone un círculo vicioso del que es muy difícil salir pues, como decíamos, el contexto manda.

El contexto manda, sí, el sistema nos impone sus reglas y éstas dicen que ciertos temas no se airean. Y no solo temas tan claramente escabrosos como el abuso o el maltrato. No se airea tampoco lo mucho que duele y que asusta que mamá y papá no se lleven bien y discutan y se griten y se enfaden; que me dejen todo el día con una cuidadora que no habla mi idioma y que tiene que cuidarnos a mis hermanos y a mí, tiene que hacer las tareas de la casa y además, está deprimida porque está a miles de kilómetros de su hogar, de sus padres y de los hijos que dejó allí y a los que echa horriblemente de menos…; que no haya tiempo para estar conmigo y contestar a mis preguntas; que a nadie le importe qué siento, por qué lloro o qué me preocupa y, por tanto, no se me pregunte por ello; que dude de mi derecho a ser querido y cuidado y protegido y por tanto no me atreva reclamar nada de esto; que sienta que me tratan mal en el colegio y yo calle porque sé que no solo no lo van a entender en casa sino que, muy probablemente, incidirán en que soy yo el culpable y me lo merezco o que debería quejarme menos y espabilar más y aprender a defenderme solo; que no se tengan en cuenta mis necesidades pero que me pase el día escuchando que todo se hace por mí, por mi bien, por mi futuro, porque se quiere lo mejor para mí… Conocido también, ¿verdad? ¿Y no es esto más frecuente en nuestras consultas que los tsunamis? ¿No son estos, los pequeños, o grandes tsunamis que vivimos de niños en nuestro día a día?

En fin, que dependiendo de cuál sea la naturaleza del acontecimiento traumático y cuál el discurso (mensaje, decíamos antes) que el contexto suele pronunciar sobre dicho acontecimiento, se nos permitirá hablar o se nos empujará a callar. Se nos silenciará y se nos invitará a pensar lo menos posible y pasar página y a otra cosa mariposa, espabila que lo que tienes que hacer es animarte, ver el vaso medio lleno, darte cuenta de la suerte que tienes en realidad, si yo te contara…, la verdad es que no tienes motivos para quejarte, mira solo el lado bueno… y otras lindezas por el estilo, narradas con mejores o peores intenciones y recibidas (casi siempre) y, como mínimo, con indiferencia y, con peor suerte, con culpa (es cierto, si ya decía yo que soy una mala persona, me quejo de vicio, soy un desastre, no merezco lo que tengo, etc., etc.) Ahí es donde se instala definitivamente una herida y donde jamás cicatriza…

Ahí es donde el mecanismo de polarización cobra su máximo sentido y donde un extremo de dicha polaridad de vinculación-defensa, se impone sobre el otro.

Para garantizar que el silencio se mantiene, la mente humana ha generado lo que Pierre Janet llamaba un “automatismo psicológico”, un sofisticado “Plan B” que garantizará el mutismo y, consiguientemente, la vinculación. Este mecanismo es la Disociación.

La Disociación, se trata de un mecanismo protector que consigue, indiscutiblemente, su objetivo: evitar a toda costa (a costa sobre todo de la integración de la experiencia) la desvinculación. Así, a mayor riesgo de desvinculación, mayor nivel de disociación.

Por eso, cuando hay herida traumática psíquica, hay, siempre (en mayor o menor medida) disociación. Y por eso afirmó Pierre Janet, hace ya más de un siglo, que la naturaleza de la disociación es traumática. Aquí, el fin justifica los medios… Y la disociación garantiza, por un lado, que el material traumático permanezca fuera de la consciencia y, por otro, que parte de la regulación se realice a través de las somatizaciones, el insomnio, la falta de concentración, la ansiedad generalizada, etc. Y es que los efectos de la disociación se observan en los tres ámbitos de actuación: físico, psíquico y somático, con alteraciones que pueden ser notables a nivel de relaciones sociales, síntomas físicos y alteraciones emocionales.

Cuando la disociación se instala reina el desequilibrio y éste queda incorporado al día a día. La persona que lo sufre no siente paz interior a pesar de haber conseguido zafarse de un gran peligro…

Para seguir leyendo el artículo, acceder a:

Sociedad española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia

“Historia, cualidad, clínica y realidad del trauma psíquico”

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